Tengo una lista enorme de cosas sobre las que pienso escribir, pero como lo que me acaba de ocurrir hoy, lunes 14 de noviembre de 2011, resulta increíble, casi insólito, lo priorizo.
Vivimos cerca del supermercado Nacional de la Avenida Núñez de Cáceres, en Santo Domingo, por lo que es el lugar más visitado por nosotros para la compra de los productos que solemos consumir. Ahora mismo, en medio de constructores, cables en el piso, cemento, pintura, como parte de los trabajos de reconstrucción del lugar que se están haciendo con los clientes dentro y un cambio constante, casi a diario, de los estantes y los productos, lo que dificulta la localización de lo que uno busca, seguimos visitando dicho supermercado. La oferta es buena, los precios …, bueno los precios no tan buenos, pero …
El pasado 10 de noviembre hicimos una de nuestras comprar habituales. Mi hijo Jonathan asistió como compañía y de paso seleccionó su desodorante, pues semanas antes no lo había podido encontrar. La visita, como siempre programada para muy pocos productos y muy corto tiempo, se convirtió en un carro lleno de cosas y casi hora y media de paseo entre envases, etiquetas, colores, precios, etc. Al final pagamos en la caja escogida al azar y nos regresamos a nuestro apartamento.
Al desempacar y organizar la compra, muy rápido detectamos que faltaba el dichoso desodorante y nos dispusimos a pensar y hablar mal del supermercado y de todos los que allí trabajan. Como los mismos dominicanos apuntan que la vida ha ido cambiando en su otrora tranquilo país y que a partir de hace dos años la violencia, el robo, la falta de respeto ciudadana, la falta de solidaridad y la deshumanización de muchos, ha venido creciendo, nos fue muy fácil caer en la conclusión que nos habían robado.
No había sido la cajera, pues yo me mantuve todo el tiempo frente a ella mientras pasaba los productos por el scanner, pero, ¿el muchacho empacador, el que mete los productos en las fundas *? El resultaba más fácil de convertir en el culpable que necesitábamos. El desodorante no era tan importante como para volver en ese momento al súper. El calor existente, la inversión de tiempo en averiguar y explicar quizás a varias personas en el supermercado hacían que no nos estimuláramos a regresar, así que nos quedamos en casa, pero siempre con el mal sabor de haber sido los “bobos” de los cuales había vivido ese día un “vivo”.
Hoy regresamos al mismo supermercado en busca de algunas cosas que no habíamos comprado en nuestra visita anterior, y entre ellas, por supuesto, el desodorante de Jonathan. Mientras caminábamos dentro del súper, en medio de nuestro “divertido paseo”, de pronto una mujer, me niego a definirla mejor porque el tema de la edad y las mujeres es bien complejo, aunque me arriesgo a decir que era relativamente joven, vestida de uniforme, lo que la identificaba como empleada del supermercado, se nos abalanzaba rápidamente, dándonos gritos, bajitos, pero gritos. Jonathan y yo nos miramos sorprendidos y aunque no nos comentamos nada, pensamos al unísono, bueno, qué fue lo que hicimos ahora.
A medida que ella se nos acercaba, su rostro comenzó a delatar una franca satisfacción, no entendíamos, pero al menos pudimos concluir por su sonrisa que no traía un regaño. Sentimos alivio y entonces ocurrió lo insospechado, lo inesperado, lo asombroso para los días que vivimos.
La mujer, a la que hoy conocemos por su nombre, Nilva Patxot Romero, no era una empleada común, sino una cajera, la cajera que nos había atendido aquel 10 de noviembre y por su sonrisa grande, no venía a reganarnos, todo lo contrario. Ella nos había identificado y venía a comunicarnos que el desodorante de Jonathan, se nos había quedado enmarañado con el resto de las fundas vacías que siempre hay sobre el área de empaque. Para colmo, con ella traía al Jefe de Seguridad, al que le explicó tan bien que no pudo decir ni una palabra. Luego para rematar se brindó a que pasáramos a pagar por su caja, pues como ella conocía muy bien la historia, el desodorante que ya teníamos seleccionado junto a los otros productos, no se nos cobraría.
Mi primera reacción fue de esas de: ¿Qué? No podía entender, ni creer mucho que esto estuviera sucediendo. Jonathan, sonreía abiertamente, no sé si por la historia de su desodorante o por mi reacción, de seguro recordaba todo lo mal que habíamos pensado y hablado sobre el tema.
Pagamos a Nilva, desde hoy nuestra cajera preferida y salimos con el desodorante, tal como si fuera una medalla de oro de esas que se ganan en un evento deportivo o una de esas piezas antiguas que se encuentran en una excavación arqueológica. A ella, lamentablemente, no podré subirle el sueldo, no podré cambiarle el uniforme por otro más lindo y cómodo, no podré promoverla a otro puesto dentro del supermercado, quizás no podré dejarle ni una buena propina, su condición de cajera lo impide, pero si podre agradecerle siempre, más de lo que ya lo hice. Su acción y esfuerzo enseña que en medio de tanto deterioro humano, siguen existiendo personas buenas.
Entonces a ella como agradecimiento, no por el desodorante de Jonathan, sino por la enseñanza de que se puede ser mejor, va dedicado este artículo.
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