martes, 9 de noviembre de 2010

Las tribulaciones de un hombre con arete.

A principios del mes de octubre pasado, asistí acompañado de mi amiga Lissette al Archivo General de la Nación con el objetivo de obtener una información para una investigación que venimos realizando. Mientras hacíamos los trámites para acceder a la Sala de Investigaciones, mi amiga reparó en un cartel, por cierto bien hecho, donde se informaba a los usuarios las condiciones exigidas para utilizar los servicios del Archivo. Me parece muy bien que se intente organizar y establecer la disciplina que se debe mantener en un lugar tan importante para cualquier país.

El cartel detallaba minuciosamente las exigencias. Entre otras, las mujeres no podían entrar con vestidos o blusas desmangados. Mi amiga comenzó a convulsionar pues tenía un vestidito blanco, juvenil, de lindo diseño, pero le faltaban las mangassssssssssss. Para solucionar su problema, que no era tal para los trabajadores del Archivo, la joven de la recepción agradablemente le sugirió al guardia que la acompañaba, que le prestara a la señora una de esas chaquetas negras de mangas largas que tienen guardadas en un closet de metal para estos casos. Los minutos que transcurrieron son dignos de dedicarles un artículo aparte. Fin del cuento, después de varios “no me lo voy a poner”, mi amiga vio desgraciado su lindo vestidito blanco, juvenil y de lindo diseño con una chaqueta negra, sucia, llena de polvo, que quién sabe cuántas personas la habían usado y que por cierto le quedaba requeté mal, pues debía ser dos o tres tallas más grande que la que ella usa. Teniendo en cuenta que es para asistir a investigadores “mal vestidos” el Archivo ha optado por prestar chaquetas XXXL.

Mientras yo me divertía enormemente presenciando la escena y lo que ella representaba para mi amiga, ella, a modo de venganza, me hizo reparar de nuevo en el cartel orientativo. Al definir el tema de los hombres y su entrada al recinto, se aclaraba que estos no podían entrar al Archivo con aretes. De la risa pasé casi al llanto. No entendía, no logro entender aún qué tiene que ver un arete o una argolla para uno poder trabajar.

Casi cuando nos marchábamos, me acerqué a la joven que atiende la Sala y le pregunté sobre el por qué de la medida del arete para los hombres. Ella evidentemente no estaba preparada para dar una respuesta a tal pregunta, quizás porque no se les había ocurrido que alguien podría preguntar tal cosa. Después de varios minutos de risa nerviosa, cara apenada y miradas al techo, primero me dejó claro que no entendía la medida pues para ella era un absurdo y luego concluyó que el jefe del Archivo era un viejo y que esa debía ser la causa de la restricción.

Caras de complicidad, agradecimientos, salida. Ya afuera, mientras fumaba, entendí. El jefe del Archivo debía ser una persona bien complicada, que dirigía aquella institución pública como si fuera su casa. Lo que me gusta y lo que no me gusta, sin tener en cuenta más nada. Esto es mío y como es mío hago lo que me da la gana. Los hombres que usan aretes o argollas no merecen existir, por tanto no pueden entrar al Archivo General de la Nación.

Sin salir completamente de mi asombro por este tema, cuando ya empezaba a recuperarme, otro incidente que involucraba a un hombre y un arete me ha hecho entender que es algo más que el capricho de un hombre mayor, quizás chapado a la antigua.

Mi hijo Jonathan de 19 años, hace dos semanas, un domingo en la mañana se puso de acuerdo con unos amigos para pasear. El lugar de encuentro para todos fue la Plaza de las Banderas al final de la Avenida 27 de Febrero. El día estaba nublado, amenazaba con llover. A los pocos minutos de haber salido de nuestro apartamento, que está a más menos 400 metros del lugar de la cita, comenzó a diluviar y desde mi balcón pronostiqué que Jonathan se empaparía, sin saber exactamente qué le podía estar ocurriendo.

Antes de comenzar a llover, Jonathan ya estaba en el lugar del encuentro y sus amigos habían llegado. Minutos después, cuenta, comenzó la lluvia, en realidad el diluvio, pues fue uno de esos días que de pronto llueve como si se fuera a caer el cielo. El grupo de jóvenes y otras personas que caminaban por la zona, se fueron a refugiar debajo de un techo que preside la entrada de las Fuerzas Armadas, sin entrar obviamente al recinto militar.

Para el asombro de todos los que allí estaban, un guardia joven, que cumplía con su trabajo en la garita de entrada, se dirigió a Jonathan y le dijo que no podía estar parado allí con aretes en las orejas, que tenía que quitárselos o abandonar el lugar. Desconcierto. Nadie entendía. Afuera llovía a cántaros, las personas estaban allí de puro paso refugiándose del aguacero y en medio de aquello, alguien reparaba en los aretes que tenía puesto un joven y hacía valer su poder, respaldado quizás en una de esas reglas absurdas, sin considerar tan siquiera el momento. Intercambio de ideas, imagino que Jonathan puso las ideas. Al final mi hijo con el impulso de sus 19 años, decidió entregar sus pertenencias a los amigos, salir del área techada y esperarlos sentado en el parque debajo del aguacero, haciendo valer su derecho a tener los aretes que quiera en este mundo que se llama, demagógicamente, libre.

Lo comenté asombrado con Lissette, dos hechos parecidos con el mismo objeto no podía ser casualidad y después de ella averiguar, su respuesta fue que Jonathan tuvo mala suerte, le tocó el guardia equivocado, de haber sido otro quizás no le hubiera dicho nada o le hubiera pedido que se tapara los aretes con el cabello.

De una forma u otra me llama enormemente la atención que se repita tanta aversión a un adorno milenario por solo estar en la oreja de un hombre. Muchos de los que vivimos en Cuba, después de tantos años de restricciones e interpretaciones en el tema social, donde lo mínimo tenía consecuencias ideológicas, pensamos, ahora confieso por error, que al llegar a uno de los lugares donde la palabra libertad y derecho se emplea casi a diario en los discursos oficialistas y también entre las personas comunes, nos libraríamos del estigma de ser evaluados por tener el pelo largo, poseer un tatuaje, usar determinado tipo de ropa, de escuchar determinada música e incluso tener uno o más objetos decorativos en las orejas.

Los dominicanos, al menos una gran parte de ellos, siguen viendo estos temas como no adecuados para el buen vivir y eso lo llevan a los centros de trabajo, estudio, etc. Tratan de aparentar ser personas modernas, actualizadas, sobre todo que viven a la par del mundo desarrollado, con Estados Unidos como referencia obligatoria, sin embargo siguen mirando y evaluando a las personas por lo externo, más que evaluando, siguen dividiendo o segmentando a las personas por objetos tan inofensivos como aretes, piercing, cadenas, etc.

Para muchos dominicanos, sobre todo los que transitan de verdad o mentira en los sectores más altos de la sociedad, puede parecer que los delincuentes del bajo mundo dominicano, siempre usan aretes y ropas extravagantes. Esto pudiera incluso ser cierto, sin embargo eso no significa que todos los que usen aretes, argollas u otros adornos sean delincuentes. Ahí la capacidad de discernir que no tienen.

Habría que ver qué pasaría si el Archivo General fuera visitado por un prestigioso y reconocido investigador norteamericano del National Geographic con un arete o argolla en una oreja. ¿Le prohibirían la entrada?, ¿Le ordenarían que se quitara el objeto de la oreja para poder investigar? Lo dudo. Habría que ver qué pasaría si de pronto un famoso general norteamericano visitara la República Dominicana y tuviera un tatuaje en una parte visible de su cuerpo. ¿Lo mirarían con mala cara y le dirían que no es digno de ser atendido?, ¿Lo enviarían de vuelta a casa por indeseable? Lo dudo.

Lo dudo porque conozco que la esposa de un funcionario diplomático norteamericano, la he visto en uno de los periódico nacionales, tiene un tatuaje en uno de sus muslos y todos los dominicanos que están fotografiados a su alrededor sonríen agradecidos de estar junto a ella. No hay nadie que tenga cara de disgusto. No hay nadie que se niegue a ser atendido o saludado por ella. No creo que alguno de los dominicanos invitados a las recepciones, los mismos quizás que sancionan o demeritan los tatuajes y las argollas para con los suyos, quizás el Director del Archivo, se niegue a ir a una glamurosa recepción en la Embajada de Estados Unidos por estar presente una mujer o un hombre tatuado o con aretes.

Todo esto me parece digno de lo real maravilloso del no agradable para mí, pero gran escritor cubano y mundial, Alejo Carpentier. Me cuentan algunos amigos dominicanos con los que he comentado sobre el tema, que ahora estamos mejor, se ha avanzado mucho. Me dicen que durante la época de Candelier como Jefe de la Policía Nacional, hace unos años atrás, los policías arrancaban violentamente los aretes y argollas en la calle a los jóvenes que las poseían. En realidad si era así, hemos avanzado mucho, mi hijo Jonathan sólo se mojó, quizás pudo darle gripe, pero conserva aún sus orejas intactas.

2 comentarios:

  1. Me alegro por mi sobrino, mantuvo la bandera en alto y por supuesto se quedó con sus aretes.
    Bravo por mi Johny!

    Tu tío, un abrazo

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  2. Eso no tiene, sino, una sola explicación: Subdesarrollo mental! que es peor que el otro (el económico), sin embargo si son bien vistas y pueden entrar a esos lugares inmaculados por la decencia las mujeres con 3/4 de los senos al aire, jajaja, cuanta hipocresía!

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